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***CRISTOMANIA***

SAN SEBASTIÁN, MÁRTIR 20 DE ENERO

SAN SEBASTIÁN, MÁRTIR 20 DE ENERO

San Sebastián, á quien se dio renombre de defensor

de la Iglesia por las maravillas que obró en

defensa de la fe, nació en Milán, de padre

narbonés y de madre milanesa, aunque establecidos en

Narbona, ciudad de Langüedoc (Francia). Criáronle con

gran cuidado en la religión cristiana y en la piedad. Su

dulzura, su prudencia, su apacible genio, su generosidad

y otras cien bellas prendas que le adornaban, como dice

San Ambrosio, le dieron presto á conocer en la corte de

los emperadores. Hízose mucho lugar en ella, y en poco

tiempo fue uno de los favorecidos del emperador

Diocleciano, que le nombró por capitán de la primera

compañía de su guardia pretoriana.

Aunque Sebastián se abrasaba en un encendido

deseo del martirio, le pareció que debía de moderar su

ardor conservándole como escondido debajo del traje de

soldado; porque, al mismo tiempo que su empleo le hacía

tan distinguido en la corte, le ofrecía también muchas

ocasiones de hacer grandes servicios á la Iglesia,

socorriendo y alentando á los cristianos que eran

perseguidos. En esto empleaba su autoridad y sus bienes,

sin perdonar trabajos ni fatigas.

Animaba con sus exhortaciones y socorría con sus

limosnas á los gloriosos confesores de Cristo, de los

cuales estaban llenas las cárceles y calabozos. Mantuvo

á muchos que titubeaban en los tormentos, y fortaleció á

no pocos que desmayaban á vista de los suplicios.

Era el

apóstol de los confesores y de los mártires; y si parecía

que en cierta manera desperdiciaba las vidas de los

innumerables que envió al Cielo delante de sí,

seguramente no fue por perdonar á la suya. Tan lejos

estaba de pretender reservarla, que cada día la exponía.

La muerte de cada mártir de los que Sebastián alentaba,

acompañándolos hasta el cadalso, era un nuevo sacrificio

que hacía de su propia vida. Cada instante la

renunciaba, por que los demás no renunciasen la fe de

Jesucristo.

Fueron presos por la fe dos hermanos y caballeros

romanos, llamados Marco y Marceliano. Después de

haber vencido gloriosamente la tortura, iban á ser

degollados, cuando su padre Tranquilino y su madre

Marcia, ambos gentiles, acompañados de las mujeres y

de los hijos de los dos confesores de Cristo, se echaron á

los pies del juez Cromacio, y con sus ruegos y lágrimas

obtuvieron de él que se difiriese la ejecución de la

sentencia por espacio de treinta días.

En este intermedio no perdonaron á súplicas, á

caricias, á halagos, á gemidos, en fin, á todos los medios

que pueden inspirar el amor y la ternura para mover á un

corazón blando y generoso; haciendo tanta impresión en

los de Marco y Marceliano, que, casi vencidos con la

fuerza de tan continua y tan terrible batería, comenzaban

á mostrarse sensibles á las lágrimas. Lo advirtió San

Sebastián, que los visitaba con frecuencia, y llegó tan á

tiempo su socorro, bendiciendo Dios el gran talento de

persuadir de que le había dotado, que no sólo sostuvo los

ánimos que ya comenzaban á flaquear, sino que en

aquellos pocos días convirtió á la fe de Jesucristo á

Nicóstrato, oficial de Cromacio; á Claudio, alcaide de la

cárcel; á sesenta y cuatro presos, y, lo que es más

admirable, al padre, á la madre, á los hijos y á las

mujeres de Marceliano y de Marco.

A la verdad, tan asombrosas conversiones no se

podían hacer sin muchos y grandes milagros. Cuando San

Sebastián estaba animando á los dos santos confesores

en casa de Nicóstrato, donde los habían como

depositado con fianzas, se dejó ver en la sala una brillante

luz, que llenó á los circunstantes de admiración y de

alegría. En medio de ella se apareció el Señor,

acompañado de siete Ángeles, y acercándose á

Sebastián le dio ósculo de paz, prometiéndole que

siempre estaría con él. Así refiere San Ambrosio esta

maravilla.

Zoé, mujer de Nicóstrato, oficial de Cromacio, que

estaba muda mucho tiempo había, entró en la prisión y,

arrojándose á los pies de San Sebastián, le pidió por

señas que la curase. El santo capitán elevó su corazón á

Dios, y haciendo la señal de la cruz en la lengua, Zoé

recobró el uso de ésta, y sus primeras palabras fueron

una ferviente confesión de fe cristiana. Todos aquellos

neófitos que padecían alguna enfermedad ó indisposición

corporal, recibieron la salud del cuerpo al mismo tiempo

que por el bautismo recibían la del alma.

Pero el mayor de todos los prodigios fue la

conversión de Cromacio, vicario del prefecto. Mandó

llamar á Tranquilino para saber si sus hijos se habían

dejado persuadir de sus lágrimas; pero quedó admirado

cuando supo que el mismo Tranquilino se había hecho

cristiano. Mis hijos, respondió Tranquilino, son dichosos, y

yo también lo soy desde que Dios me abrió los ojos del

alma para conocer la verdad y la santidad de la religión

cristiana, fuera de la cual no hay salvación.—¿Conque tú

también, al cabo de tus años, le interrumpió Cromacio, te

has vuelto loco?—No, señor, le respondió el santo

anciano; antes bien nunca tuve entendimiento ni juicio

hasta que logré la dicha de ser cristiano. Porque no hay

mayor locura que preferir, como yo lo había hecho hasta

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aquí, y como tú lo estás haciendo el día de hoy, el error á

la verdad y la muerte eterna á una vida de pocas horas.—

¿Y te atreverás, le preguntó Cromacio, á probarme

concluyentemente la verdad de la religión cristiana?—¡Y

cómo que me atreveré, respondió el nuevo apóstol, con

tal que quieras prestar oídos dóciles y humildes á lo que

Sebastián y yo te dijéremos!—No duró mucho la

conversación, porque con pocas palabras quedó

Cromacio convencido y convertido. Siguióse á la

conversión de Cromacio la de toda su familia, y

cuatrocientos esclavos recibieron el bautismo y fueron

puestos en libertad.

Pero, enfureciéndose cada día más en Roma la

persecución, se tuvo por conveniente que Cromacio,

después de haber renunciado el empleo que tenía, se

retirase á una casa de campo, que servía de asilo á los

fieles perseguidos. Todos los cristianos persuadían á San

Sebastián que también se retirase á ella. Pero este héroe

de la fe les pidió con tales instancias que le permitiesen

quedarse en Roma para animar y socorrer á los muchos

fieles que estaban en las cárceles, y supo proponer al

Santo Papa Cayo tales razones, que éste le dijo:

Quédate

en buen hora, hijo mío, en el campo de batalla, y en traje

de oficial del emperador sé glorioso defensor de la

Iglesia de Jesucristo.

Presto se conoció cuan necesaria era su presencia

para socorro y aliento de los santos mártires. La primera

que recibió la corona del martirio fue Zoé: siguióla poco

después Tranquilino, Nicóstrato, su hermano Castor;

Claudio, el alcaide de la cárcel; Sinforiano su hijo, y su

hermano Victorino, después de haber sufrido muchos

tormentos, fueron conducidos á Ostia y precipitados en el

mar. Tiburcio, hijo de Cromacio, fue degollado; Cástulo,

oficial del emperador y celosísimo cristiano, fue

enterrado vivo. Marco y Marceliano, amarrados á un

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tronco, fueron cubiertos de saetas.

Después que estas gloriosas victimas, preciosos

frutos del celo de San Sebastián, fueron inmoladas á Dios

vivo, parecía tiempo que el héroe de Jesucristo

consumase en fin su sacrificio. Torcuato, infeliz apóstata

de la religión, fue el que dio parte á Fabián, sucesor de

Cromacio, que era Sebastián el que convertía á los

gentiles, y el que mantenía en la fe á los cristianos. No se

atrevía Fabián á mandarle arrestar, por el elevado

empleo que ocupaba en palacio, hasta dar parte al

emperador, informándole de la religión y del celo

ardiente del primer capitán de sus guardias.

Asombrado Diocleciano de lo que oía, mandó luego

llamar á Sebastián , y con las expresiones más sentidas

le acriminó su ingratitud, sobre todo por haber intentado

irritar la cólera de los dioses, contra el emperador y

contra el imperio, introduciendo hasta en su mismo

palacio una religión (como él decía) tan perniciosa al

Estado.

Respondió Sebastián con el mayor respeto, que, á su

modo de entender, no podía hacer servicio más

importante al emperador y al imperio que adorar á un

solo Dios verdadero; y que estaba tan distante de faltar á

su deber por el culto que rendía á Jesucristo, que antes

bien nada podía ser tan ventajoso al príncipe y al Estado

como tener vasallos fieles que, menospreciando á los

dioses falsos, hiciesen oración incesantemente al

Soberano Señor y Creador del Universo por la salud del

emperador y del imperio.

Irritado el emperador con esta generosa respuesta,

mandó al instante, sin esperar otra forma de proceso,

que Sebastián fuese llevado al centro de un campo y

amarrado á un tronco, y fuese asaeteado por los mismos

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soldados de la guardia de arqueros númidas. Ejecutóse al

punto sin remisión esta cruel sentencia, y fue cubierto el

glorioso confesor de Cristo de una espesa lluvia de

saetas, dejándole por muerto sus verdugos. La noche

siguiente fue á buscar el santo cuerpo para darle

sepultura una devota mujer, llamada Irene, viuda del

santo mártir Cástulo, y quedó gozosamente admirada y

sorprendida hallándole todavía vivo. Hízole llevar

secretamente á su casa, donde dentro de poco tiempo

sanó perfectamente de todas sus heridas. Instábanle los

fieles para que se retirase; pero Sebastián, lejos de

rendirse á sus solicitudes, fue á buscar á Diocleciano, y

esperándole en una escalera, que llamaban el mirador

de Heliogábalo:

¿Es posible, señor, le dijo con valor y con

respeto,

que eternamente os habéis de dejar engañar de

los artificios y de las calumnias que perpetuamente se

están inventando contra los pobres cristianos? Tan lejos

están, gran príncipe, de ser enemigos del Estado, que no

tenéis otros vasallos más fieles, y que únicamente á sus

oraciones sois deudor de todas vuestras prosperidades.

Atónito el emperador al ver y al oír hablar á un

hombre que ya tenía por muerto:

¿Eres tú, le preguntó, el

mismo Sebastián á quien yo mandé quitar la vida

condenándole á que fuese asaeteado? Si, señor,

respondió el Santo,

el mismo Sebastián soy, y mi Señor

Jesucristo me conservó la misma vida para que en

presencia de todo este pueblo viniese ahora á dar

público testimonio de la impiedad y de la injusticia que

cometéis persiguiendo con tanto furor á los cristianos.

Enfurecido Diocleciano, mandó que le llevasen al

circo ó hipódromo de su palacio, y que allí fuese

públicamente apaleado hasta que expirase. Así se

ejecutó; y con este cruel suplicio pasó su alma á recibir

en el Cielo la corona del martirio el día 20 de Enero,

hacia el año 288.

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Queriendo los paganos impedir que se diese

sepultura al cuerpo del Santo Mártir, le arrojaron en una

cloaca; pero no les valió su precaución, porque el santo

cuerpo quedó pendiente de un garfio, y el mismo San

Sebastián se apareció aquella noche á una señora de

mucha virtud, llamada Lucina ó Licinia, y la mandó que

sacase su cuerpo y le enterrase en el cementerio

subterráneo, llamado las catacumbas, al pie de los

sagrados cuerpos de los apóstoles San Pedro y San

Pablo.

Hoy elevase sobre su tumba una de las siete

basílicas de Roma, y sobre la cloaca donde quedó su

santo cuerpo abandonado existe la hermosísima iglesia

de San Andrés del Valle, notable, entre otras cosas, por

sus bellísimas pinturas. En una capilla lateral se conservan

sus restos en una urna. Parte de ellos están en

Francia en Nuestra Señora de Soissons y Nuestra Señora

de Moret, diócesis de Meaux.

Fue San Sebastián uno de los más ilustres mártires

que tuvo Roma en el siglo iii, después de nuestro español

San Lorenzo. Conocida es la obra del cardenal Wiseman,

Fabiola,

donde es celebrado el valor y triunfo de San

Sebastián.

Es invocado como abogado contra la peste, por la

experiencia que se ha tenido de su favor para con Dios

contra esta calamidad. Así lo experimentaron, Roma en

el año 680, Milán en 1575 y Lisboa en 1599.

También es

cosa muy antigua que la Iglesia romana invoque la protección

del Señor contra los enemigos de la fe por medio

de San Jorge, San Mauricio y San Sebastián.

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